sábado, 27 de febrero de 2010


Hace unos días fui a la catedral. Cumpliendo con la invitación de una amiga, pues se celebraba un año más del fallecimiento de su abuela. Quién diría, el tiempo sí que se pasa rodando. En fin, llegué y ocupé un lugar en las bancas vacías; mientras buscaba a la mujer que me había invitado. Más por cerciorarme que no fuera el lugar equivocado; ya que una vez por error asistí a un velorio equivocado. Digamos que aprendí de un traspié mayúsculo. Sigamos en lo que iba. Apenas la vi entre las primeras bancas, me senté tranquila para escuchar la misa. Mis ojos no dejaban de mirar no solo a los presentes sino rememorizar cada tramo interno y visible de la catedral, hasta que veo el confesionario. Una chica “expulsaba” el temor que le causaban sus pecados a un viejo sacerdote. Dejé de mirar para no incomodar y prestar atención a lo que había ido. De pronto la chica regresa a su asiento, una banca delante de la mía; sus ojos cubiertos por unos lentes negros ocultaban las lágrimas que le había hecho derramar la confesión. Cómo lo supe? No dejaba de limpiarse la nariz y levantarse un poco los lentes para secarse las lágrimas. Otras dos chicas, al parecer amigas, le hicieron espacio entre ellas para que la confesora se sentara. Luego una de ellas se retira al confesionario, pero antes de partir le pide los lentes oscuros a la que llegó. Eso me hizo sonreír y regresar mis ojos al altar. Me pregunté entonces: qué era aquello tan doloroso que llevaba al confesionario? Qué les decía el anciano sacerdote? Incitándome por un momento a expulsar mis propias culpas. Pensé en lo que diría y recordar principalmente lo que se dice antes de “escupir” lo que condena el alma. En tanto avanzaba la celebración la fila de condenados crecía en el confesionario, y mis ganas de hablarle al viejo se desvanecían. Después no vi la necesidad de hablarle de mis equivocaciones, pues siempre lo hacía, aunque no fuera a aquellos que llaman sacerdotes, tampoco a alguna persona en especial. Recibía y cumplía la penitencia a cada uno de ellos, y de alguna forma sé que soy perdonada. No solo porque me perdono a mí misma, sino porque sé asumirlas. Después de la misa, y hablar con mi amiga, regresé caminando a casa –como siempre–, satisfecha de haber terminado bien un día más.