Un año. No puedo creer que ya haya pasado un año desde aquel día. La primera y última vez que la vi. Ese día fue el más feliz de mi vida, el día en el que sentí cómo mis ojos reflejaron la alegría de mi corazón, porque por fin, tenía a la mujer que tanto quise mirar frente a mí. Fue el día en el que un abrazo dejó de pertenecer a un sueño para ser realidad, en el que su voz dejó de atravesar un auricular, en el que mi reflejo se plasmó un instante en sus ojos, el día que su sonrisa dejo de ser un emoticón.
Un año de ello, sí, y también un año en que sentí como mi instante de felicidad se hacía añicos cuando de la nada me convertí en alguien que no debía haber visto en persona jamás.
Hubo momentos en el que detesté a la persona que la llevó. Pero luego recordaba sus intentos a que el encuentro no fuera un desastre, por lo menos para mí. En las dos veces que nos dejó solas y cuando todo terminó, la narración que se animó a darme en lo interesada que ella había estado en verme. Aún lo recuerdo y por ello a la única que detesto es a mí. Porque me equivoqué en mi forma de actuar, a pesar de haber sido como suelo ser, no debí guardar tanto silencio, debí aclarar las cosas. Volver a tener presente lo que perdería al guardar mi voz. Pero no, como siempre, me equivoqué, creí que debía mantenerme al margen y así no incomodar.
Lamentablemente cuando uno se da cuenta es muy tarde, que cuando quieres arreglarlo ya no se puede. Digas lo que digas, hagas lo que hagas, sencillamente no importará.
Un año ya, aquel veinticinco de junio en el que me di cuenta que la felicidad de un instante la puedes mantener una hora pero no prolongarla toda una vida.