Hoy nuevamente amaneció nublado. El cambio de estación ya se está sintiendo cada día más. Hace frío, sí, pero no tanto como para dejar pasar el día encerrada en casa. No negaré que la mayoría de las veces no me dan ganas de abandonar el calor de mi cama. Soy una dormilona, lo sé, es algo que no puedo negar; sin embargo, no me puedo dar el lujo de dormir cómo si no tuviera responsabilidades. A medida que uno va creciendo adquiere tantas que algo tan simple y necesario se mezcla en la rutina sin el placer debido. Qué forma tan tonta de mal mirarlo, eh.
Unos días atrás el insomnio volvió. Esta vez decidí quedarme a ver el amanecer. Llegó tarde. El sol hacía gran esfuerzo por colarse entre la espesa niebla; a pesar de todo la claridad tomó su lugar en el día. Recuerdo cuando mi abuelo, con sus pasos por la casa de madrugada, me impulsaba a levantarme y acompañarlo; cuando abría las puertas que daban hacía la calle salía corriendo contenta como cachorro que sacan a pasear. Me gustaba ver las calles vacías, solitarias y con el cielo aún a oscuras. Me sentaba en la acera a escuchar el silencio, y ver a la luna dejar su reino y al sol surgir. Cuando se es un niño algo tan cotidiano como el amanecer es tan maravilloso, más si te lo hacen ver de la forma en la que lo hizo mi abuelo; sin palabras, en silencio, solo siendo participe de él. Durante mi vida, me he dado cuenta que los amaneceres así como los atardeceres son tan distintos en cada lugar. Tan únicos.
Aún es temprano así que decidí caminar a casa. Empezó a llover y la gente corre para resguardarse del agua; este claro síntoma de protección me saca una triste sonrisa. ¿Por qué tanto miedo a un poco de agua? No lo entiendo. Las calles casi están vacías; el agua desfila sobre la autopista como un río. El sonido del agua golpear el asfalto y mi cuerpo sin dilación es tan gratificante, saber que a pesar de todo aún hay sonidos que junto al del silencio forman la más bella melodía. Sin evitarlo mis dedos empiezan a moverse como si estuvieran sobre el teclado de un piano. Cierro los ojos sin dejar de sentir cada tonada. Sonriendo viene a mi mente la primera vez que leí una partitura y mis dedos se deslizaron sin preocupación para regalarme la satisfacción de haber aprendido. Cuando me di cuenta que mis manos entonaban melodías sin problemas; un día, sola en mis practicas, busqué la partitura perfecta y llamé al único ser que a pesar de tantas cosas no ha dejado ni quiere dejar de ser parte de mi vida. Dejé que el auricular de mi celular le haga llegar la canción, al terminar me dijo que la recepción no había sido muy buena, pero que le había gustado. Al cerrar la comunicación puse el celular sobre la mesa y mirándolo le di el gracias que a veces me guardo.
Mirando al cielo espeso y sintiendo la fuerza del agua golpear mi rostro, me dicen que no pararan de estar en toda la noche; me quito las gafas para liberar a mis ojos. La fuerza con la que llega el agua a mis ojos, hace que los vuelva a proteger bajo los parpados; de pronto siento algo caliente debajo de ellos que me duele, hasta que sale a mezclarse con el agua fría del cielo, y mis labios regalan entonces un lo siento al viento, uno que el sonido del agua decide hacerlo eco…
Llegó el momento de ir a casa. Gracias por escucharme…